miércoles, 29 de agosto de 2018


UNA COSMOVISIÓN


Patricio Valdés Marín

Dios nos es tan inasible, incomprensible e indefinible que muchos lo niegan y se declaran ateos. Otros conceden que Él es la causa del universo, pero como está más allá de nuestra experiencia, se declaran agnósticos. Ciertamente, nuestra razón tiene límites, siendo una infamia quemar vivos a quienes no reconocen a Dios. Sólo podemos hablar de Él en términos que imaginamos sin fronteras, como “infinito” para expresar “sin fin”, “eterno” para significar “sin tiempo” y “todopoderoso” para indicar un poder ilimitado. Avanzamos algo más si lo postulamos como creador de un universo que se rige según leyes universales, por las cuales todo es causal, y así hablamos de deísmo. Como muchas personas religiosas aseveran, también la experiencia religiosa puede hablar de Él como un padre bondadoso que se relaciona con cada ser humano, respetando su libertad personal, en que nada es casual y así hablamos de teísmo, siendo ilegítimo socializar como religión la experiencia religiosa de la fe personal por constituir una violación a la libertad de otra persona; también aunque Él nos es invisible, la convicción personal puede sostener que Dios estaría presente y sería poderoso en todo, por lo que podemos encontrarle sentido a todo; asimismo Dios podría considerarse, no sólo como causa del universo, sino como el centro de nuestra existencia y finalidad. Naturalmente, esta aparente doble y contradictoria causalidad nos resulta un enigma y la predestinación agustiniana-calvinista resulta ser una mala solución.

El universo estaría estrechamente ligado a Dios. Por su naturaleza el universo no pudo ser causa de su propia existencia y menos de su diseño evolutivo. Debió existir distinto de aquél un infinito poder, designio, propósito y voluntad en alguien a quien llamamos Dios, quien lo originó con energía infinita y le implantó un guión para evolucionar y estructurarse según una intención por Él definida, que no podemos naturalmente conocer. Anterior al universo y distinta de Dios, pero dependiente de Él como su emanación, debió existir una energía primigenia. Esta idea contradice tanto la teoría de san Agustín de la creación ab nihilo (de la nada) como la del panteísmo de, p. ej., Baruch Spinoza. Si adherimos a la teoría cosmológica moderna que afirma, tras Edwin Hubble, que el universo tuvo su inicio en el Big Bang, deberíamos concluir, no que éste emergiera espontánea y arbitrariamente, incausado, sino que fue creado por el agente divino.

Para reflexionar primeramente sobre el universo, debemos partir especulando sobre la energía. Ella es primigenia porque es naturalmente anterior al universo. Ella es, como veremos, el fundamento de aquél. Esencialmente, la energía es la realización del poder de Dios. Ella es el principio activo de todo. Observemos que ella no debe ser pensada como un fluido, ya que no posee ni tiempo ni espacio y, siendo ella anterior a estos parámetros, no tiene ni volumen ni peso. Ella no es amorfa, sino que contiene los códigos por los cuales se puede convertir en las partículas fundamentales e intervenir en la complejificación de la materia a partir de dichas partículas. El primer principio de la termodinámica expone un muy relevante principio: “la energía no se crea ni se destruye, solo se transforma”. En el universo ella (la energía cinética) está presente cuando un cuerpo o partícula inicia, cambia o detiene su movimiento. Ella realiza trabajo cuando es mayor que el nivel de energía del medio, que es de la entropía o el equilibrio. Su efectividad está relacionada con su intensidad y la funcionalidad del receptor. Para satisfacer las exigencias del universo ella era y sigue siendo infinita en relación a su expansión y su evolución. Ella no puede existir por sí misma y debe consecuentemente estar contenida o en dependencia de algo; en el universo ese algo es la materia y su transformación.  Veremos más adelante que por la intención reflexionada una persona la estructura psíquicamente en la mismidad de su conciencia profunda, generando su alma desmaterializada que subsiste a su muerte corpórea.

El “Big Bang” se puede definir como el instante, en el mismo origen del universo, hace unos 13 mil setecientos millones de años atrás, de la transformación de la energía primigenia en energía cuántica. La causa de esta transformación sería Dios mismo. Entonces el universo comenzó a expandirse a la velocidad de la luz desde un punto infinitesimal que contenía la infinita energía primigenia del universo y la energía se granuló en dicho instante. Max Planck mostró, en 1900, cuando relacionó la energía del fotón con la frecuencia y la constante que lleva su nombre y que es muy pequeña, que el universo no es continuo, aunque así pudiera aparecer, sino está cuantificado o granulado.  Los fotones son paquetes muy pequeños de energía. Aunque no masivos, ellos son las partículas fundamentales de la materia. Se comportan como ondas y como corpúsculos al mismo tiempo, como si fueran tanto energía como materia, ya que están a medio camino de ambas. Su vibración se relaciona con el tiempo; su longitud se relaciona con el espacio.  Así, la interacción entre los fotones, que se realiza en un campo de energía, resulta en la formación del tiempo y el espacio, siendo la velocidad de esta interacción la de la luz. Podríamos concluir que la cuantificación de la energía primigenia resultaría ser un acto de creación divina que es necesario para explicar la aparición del tiempo y el espacio y la expansión del universo; esta expansión resulta ser constante y propagarse a la velocidad de la luz, como veremos más adelante.

El tiempo y el espacio del universo están relacionados con el proceso. En primer término, la idea de proceso proviene de la ciencia al observar que en la naturaleza, más que simplemente cambios inconexos, existen conjuntos relacionados causalmente como sistemas que se transforman de modo determinista según las leyes naturales que los rigen. Segundo, el tiempo procede de la duración que tiene un proceso y el espacio procede de su extensión. Tercero, la infinidad de interacciones originadas en el Big Bang constituyen el espacio-tiempo del universo.

La cuantificación de la energía en la escala del fotón, que es la escala fundamental y la menor de todas, contenía un libreto que fue y es la transformación de esta energía cuantificada en energía condensada y la organización ulterior de esta segunda energía en dos formas básicas, que son la masa y la carga eléctrica, de las cuales el universo se ha ido estructurando en su totalidad. Primero, aunque Albert Einstein demostrara en 1905 la convertibilidad entre la energía y la masa en su famosa y experimentada ecuación E = m·c², mediante el CERNC la ciencia aún no logra relacionar el fotón, que es un bosón sin masa, con el bosón de Higgs, la partícula fundamental de la masa. Hasta ahora este segundo bosón aparece en el origen de la masa, ya que se postula que, como unidad discreta, ésta vibra en un campo propio para estructurar una pequeña cantidad de masa. La masa es responsable de la inercia y la gravedad. En segundo lugar, se encuentra la carga eléctrica en dos estados contrarios  ̶ positivo y negativo ̶  y ella está cuantificada con valor entero. La carga de un signo surge del sustrato de energía simultáneamente que la carga de signo contrario y no necesariamente en el mismo lugar, como la experimentación lo muestra, causando asombro. Tampoco se conoce, si es que el Modelo Estándar de la física de partículas postulara, el origen fotónico de esta carga. La conversión en carga eléctrica requirió también mucha energía. La fuerza para vencer la resistencia entre dos cargas eléctricas del mismo signo es enorme. Se calcula que solamente 100.000 cargas (electrones) unipolares reunidas en un punto, experimento imposible debido a la su recíproca fuerza de repulsión, ejercerían la misma fuerza que la fuerza de gravedad de toda la masa existente de la Tierra. Infinitos puntos o centros funcionales, atemporales y adimensionales de energía cuantificada originan el espacio-tiempo del universo al interactuar entre sí y relacionarse causalmente mediante también energía cuantificada, constituyendo la base de la estructuración del universo. La expansión del universo disminuye su densidad y su temperatura, lo que en el comienzo permitió la estructuración de las distintas partículas subatómicas y los átomos más simples. Algunos científicos calculan que demoró 300 millones de años para que el universo se pudiera clarificar y los nuevos cuerpos celestes lograran formarse y distinguirse.

Algunos científicos creen observar un completo indeterminismo en el origen del universo, pudiendo éste haber evolucionado indistintamente y al azar en cualquier sentido. No consideran que el universo haya seguido la dirección impresa desde su origen según las propiedades de la energía primordial y la relativa estabilidad de la energía condensada o materia que se va estructurando a escalas superiores. Esta energía se convirtió en el universo y se fue desarrollando y evolucionando, auto-regulada deístamente por lo posible en cada posible escala estructural. La energía primordial comprendía los códigos de la estructuración de las partículas sub atómicas. Estas partículas poseen máxima funcionalidad y adquirieron entonces energía infinita, lo que las llevó a transitar a la máxima velocidad posible (la de la luz) desde el Big Bang. Adicionalmente, según la segunda ley de la termodinámica la entropía o transformación no es una medida de desorden, sino de estructuración como resultado de la aplicación de trabajo y esto explica la ascendente y complejizada evolución observada en el universo que ha logrado llegar a la estructuración de la energía psíquica, como veremos más adelante.

En el universo cada observador o ser existe en su tiempo presente; para él todo lo demás está entre su próximo y lejano pasado; él es el más viejo del universo; él está en el mismo centro del universo; él está a la máxima distancia del Big Bang. Al observar hacia la máxima distancia posible (el tiempo que tiene el universo multiplicado por la velocidad de la luz) el observador ve el manto que envuelve a todo el universo. El manto es precisamente el punto infinitesimal del Big Bang. Esta aparente paradoja cosmológica de identificar este punto con nada menos que la periferia de una esfera de radio de ‘máxima distancia’ y que tiene por centro al observador se resuelve mediante un corolario a la contracción de FitzGerald que sirvió a Einstein para formular su teoría especial de la relatividad. Dicha contracción dice, “a la velocidad de la luz la longitud de un objeto, en el eje común de éste y el observador, aparece que se acorta a cero”. Nuestro corolario diría, “desde el punto de vista del observador, no es sólo la longitud de un objeto la que aparece que se acorta, sino que su plano transverso a este eje aparece recíprocamente que se agranda. El infinitesimal punto del Big Bang es el único objeto que se aleja necesariamente del observador a la velocidad de la luz. No puede ser menor, ya que sus efectos estarían directa y continuamente perturbándonos; tampoco puede ser mayor, puesto que no habríamos sido afectados de modo alguno, e.d., no existiríamos; en cambio para el observador (para cualquier observador) todo el universo le es visible. Precisamente este punto aparece al observador como la periferia del universo donde él ocupa su centro. Algunos suponen erróneamente que si el Big Bang impulsó radialmente la materia en todas direcciones, habría galaxias que no podríamos ver por estar en las antípodas. No toman en cuenta que dichas galaxias no podrían estar alejándose de nosotros a mayor velocidad que la luz y que lo que se nos aleja a dicha velocidad es el Big Bang. En esta relación espacio-temporal nosotros observamos dichas galaxias con menor edad que la que en realidad tienen, pues son nuestras contemporáneas, solamente que su luz ha demorado en llegarnos.

La fuerza gravitacional es el producto de la masa que se aleja con energía infinita de su origen en el Big Bang a la velocidad de a luz y que forzadamente se va separando angularmente del resto de la masa del universo, por lo cual el universo es en realidad una enorme máquina que, por causa de su expansión radial (no como un queque en el horno como suponen algunos cosmólogos), genera la fuerza de gravedad, teniendo como contrapartida su pérdida asintótica de densidad. Y esta fuerza, más el electromagnetismo y las otras dos que ellas causan dentro de la estructura atómica, producen la incesante estructuración y decaimiento de las cosas. Debo hacer notar que nuestra idea de gravedad difiere radicalmente de la idea en boga basada en la teoría general de la relatividad que identifica forzadamente inercia con gravedad y busca unas inexistentes “materia oscura” y “energía oscura” para que cuadren con su formulación matemática.

El universo conforma una unidad en la energía que no admite dualismos espíritu-materia como los postulados por Platón, Aristóteles o Descartes. En toda su diversidad el universo está hecho de energía y nada de lo que allí pueda interactuar puede no estar hecho de energía. Tales de Mileto, considerado el primer filósofo de la historia, postuló el “agua” y sus tres estados como clave para incluir la diversidad del universo en la unidad; después de él otros sugirieron diversos entes como fundamento unitario de la cosas; tiempo después Parménides inventó el concepto de “ser” para darle unidad a la realidad, hechizando a toda la filosofía posterior. Aunque abarca más que el universo e incluye el “más allá”, podemos proponer por el contrario la idea de “energía” para este mismo propósito metafísico. Similarmente, para referirnos universalmente a los seres materiales de modo más preciso que el ser metafísico, que concuerde con todos los principios científicos y explique específicamente la diversidad y la causalidad del universo, proponemos el concepto complementario de la estructura y la fuerza, que explicaremos a continuación. 

La diversidad y la evolución existente se rigen por nuestro principio complementario de la estructura y la fuerza: “todo ser en el universo, incluyendo el mismo universo,  ̶ desde la partícula fundamental hasta el ser humano ̶  se caracteriza por lo que hace, por sus componentes y por su pertenencia a algo, es decir, es funcional porque se manifiesta y constituye una estructura de una escala particular, está compuesto por unidades discretas que son estructuras de una escala inmediatamente inferior y es a su vez una unidad discreta de una estructura de una escala inmediatamente superior”. Como si tuviera un propósito determinado, la energía cuántica no termina en desorden; antes es utilizada para generar y estructurar la materia en una evolución sin término y cada vez más compleja. La ciencia devela que en el curso de su existencia el universo ha ido evolucionando y se ha ido desarrollando hacia una complejidad cada vez mayor de la materia y se ha venido estructurando en escalas incluyentes cada vez más multifuncionales. Desde partículas fundamentales, estructuras subatómicas, atómicas, moleculares y biológicas, hasta las psicológicas, sociales, económicas y políticas, la estructuración en escalas mayores y más complejas no ha cesado.

En el inicio la evolución de la materia comenzó desde la formación de las mismas partículas fundamentales hasta la estructuración de quarks y hadrones. La evolución prosiguió, en la escala atómica, por la agregación de hadrones al núcleo atómico y la conformación de los elementos de la tabla periódica a través de, a veces, muy poderosas fuerzas. En una escala superior, los enlaces químicos de estos elementos produjeron bases, ácidos y sales hasta obtener aminoácidos y llegar a su máxima estructuración actual, que son los polipéptidos, el  ADN, las proteínas, los orgánulos y, en una escala superior, la célula y la vida.

En la escala de la evolución biológica Charles Darwin mostró que el mecanismo evolutivo, que permite a una especie adaptarse mejor a un medio cambiante y que denominó “selección natural”, es la capacidad de un individuo de mostrar mayor aptitud para sobrevivir y reproducirse que obtiene a través de alguna mutación genética más ventajosa. Luego éste traspasa su aptitud a su descendencia. En un medio extremadamente competitivo cualquier ventaja tiene consecuencias importantes en la especie. La evolución biológica es un mecanismo de estructuración de la materia viva que es acumulativo, traspasando los cambios de una generación a las generaciones futuras. Pero también es un mecanismo sumamente conservador y direccional, lo que impide que la materia se pueda estructurar en cualquier forma imaginable. Consiste en pequeñas mutaciones genéticas en los individuos que se generan al azar y en forma aleatoria y que prevalecen en la especie por ser neutros o se propagan en ella por ser genéticamente favorables. Una mutación favorable puede generar profundos cambios en el fondo genético de la especie. Los que son inviables y/o desfavorables desaparecen. Un carácter neutro puede tornarse favorable si el medio cambia o se produce una mutación complementaria. En el curso de generaciones, las mutaciones favorables se van acumulando y la especie se va transformando y hasta se torna en una especie diferente. La selección natural opera como un sistema de control de calidad. Los caracteres o aptitudes que resultan ser los más favorables frente a los embates del medio y la conquista y explotación de un nicho ecológico tienden a prevalecer, de modo que una especie se prolonga a través de los individuos más aptos. La muerte de todo organismo biológico es consecuencia de la evolución: la selección natural busca individuos prolíficos y un individuo incapaz de procrear por ser viejo resulta ser un competidor para los otros individuos de la especie; además la selección natural sucede cuando el individuo es prolífico y lamentablemente no cubre la vejez para hacerla más ventajosa. La estructura más compleja y de mayor funcionalidad de la evolución biológica es el ser humano, el homo sapiens del orden mamífero de los primates.

El mundo aparece naturalmente a nuestros sapientes congéneres como caótico y desordenado, existiendo allí nacimiento, gozo, regeneración y también muerte, sufrimiento y destrucción. Antiguamente, los seres humanos se esforzaron en dar explicaciones para dar cuenta de esta aparentemente arbitraria situación y que resultaron ser mayormente míticas. Ahora, por medio de la ciencia moderna, podemos entender objetivamente este mundo, su evolución y desarrollo, pero del modo muy parcial que responde a cómo son las cosas, pero no a qué son y menos a por qué son. El dominio de la ciencia comprende las relaciones de causa-efecto que producen el cambio en la naturaleza; éstas están determinadas según las leyes naturales, siendo válidas para todo el universo. Todo lo que sabemos con mayor, menor o total certeza son las hipótesis científicas verificadas a través de la demostración empírica y la observación; éstas culminan en la definición de las leyes naturales que rigen la causalidad del universo. Sin embargo, el conocimiento del universo cubre apenas una parte de la realidad. El problema es que nos es imposible conocer la mayor parte de la realidad en nuestra limitada existencia temporal, por lo que ésta sigue siendo un misterio para nosotros.

En el ser humano la estructuración evolutiva ha seguido dos caminos diversos, el social y el biológico-psicológico del individuo. Referente al primero, la tropa de primates evolucionó hacia la tribu de homo sapiens, en una escala superior. La adquirida habilidad comunicacional centrada en el lenguaje, que estructura el pensamiento colectivo, y la habilidad intelectual en el desarrollo de técnicas para apropiarse del medio generaron la cultura. La organización tribal, que asentó en el genoma sus características durante una larga existencia, se desarrolló para la defensa, el bienestar y la explotación de los recursos económicos según las ambivalencias humanas individuo/sociedad e inmanencia/transcendencia. El individuo es naturalmente egoísta para satisfacer sus instintos de supervivencia y reproducción, pero al mismo tiempo necesita cooperar y ser solidario para lograr este mismo objetivo. Asimismo, el individuo es por una parte indigente, requiriendo la asistencia de los demás, y es por la otra providente, pudiendo asistir a los demás. Todo individuo tiene necesidad de pertenecer a un grupo y ser reconocido, pero por este mismo hecho él excluye a individuos de otros grupos, llegando a considerarlos como adversarios y hasta enemigos. Todo individuo requiere que sus necesidades vitales a vivir, a ser libre, a ser protegido, a poseer los medios para cumplir estos requerimientos le sean reconocidos como derechos humanos o naturales por la sociedad para que sean efectivos, por lo que él, más que sujeto de derechos, es en realidad objeto de los mismos. El ideal de justicia y equidad es reconocer proporcionalmente que los individuos, cuyo origen es ínfimo y precario, tienen objetivos propios que trascienden los objetivos de la sociedad, de ahí el imperativo de resguardar los derechos humanos. También todo individuo reconoce liderazgos, aunque éstos muchas veces tienden a transformarse pronta y psicológicamente en déspotas y abusadores del poder; el liderazgo de una sociedad suele ser utilizado para intimidar, engañar, expoliar, explotar, destruir, guerrear y matar. La república busca entrabar el poder arbitrario, pero fácilmente ella se corrompe; la democracia legitima la república, pero el poder que genera, que es para procurar, no el bien particular, sino que el bien común, es fácilmente cooptado por intereses económicos espurios. Un individuo es bombardeado constantemente por la publicidad comercial que presenta un modelo artificial del deber ser y su andar trastabilla; su criterio es manipulado por los intereses de la plutocracia: progresismo y crecimiento económico, felicidad en el consumo, orden social en la propiedad privada, disciplina laboral, intranscendencia en el pasatiempo, promoción económica en la educación.

En este proceso, surgió la propiedad y su apropiación por otros medios que el trabajo, lo que resultaron ser las mayores causas de los conflictos sociales, políticos y económicos. Considerando que la riqueza es escasa en relación a su demanda, pudiendo satisfacer alternativamente las necesidades de muchos consumidores, su apropiación o distribución debería regirse por la justicia y la equidad. Sin embargo, en una desigual relación la propiedad tiende a concentrarse en pocos en detrimento del trabajo, ya que en el libre mercado éste es siempre ofertado y aquél es siempre demandado. Adicionalmente, el capital se ha hecho especulativo y usurero, perdiendo su función natural de ser uno de los factores de la producción. En nuestra época la acumulación privada del capital es causa de insolubles problemas; la abusiva apropiación de riqueza y su enorme concentración y poder pondrán término irremisiblemente a nuestra civilización capitalista. La propiedad privada del capital no es un derecho natural e inalienable, como desde John Locke (1632-1704) el liberalismo económico nos ha hecho creer. Su origen ha sido corrientemente la violencia del poder arbitrario y la expoliación; su acumulación ha sido efecto de la codicia y el egoísmo. La propiedad acumulativa y privada del capital es la causa de las peores perversiones que la humanidad debe sufrir, distorsionando los valores humanos y el sentido de la vida y constituyéndose en el más injusto privilegio.

Respecto a la evolución biológica-psicológica, los seres humanos somos animales desde el momento de nuestra concepción, cuando se unen dos células progenitoras o gametos para originar el embrión. Posteriormente, las etapas del desarrollo embrionario de un ser humano individual reproduce, en el mismo orden, el desarrollo evolutivo de sus antepasados remotos desde la misma unidad celular, pasando por organismo pluricelular, pez, anfibio, reptil y mamífero. Después, su desarrollo es fetal, hasta que nace. Los seres humanos se caracterizan del resto de los animales por el mayor tamaño y funcionalidad del cerebro. Tanto animales como vegetales somos sistemas biológicos definidos por nuestro genoma que se remonta a un único ser progenitor, que fue una primitiva célula; los animales nos distinguimos del resto de los organismos por nuestros instintos; los seres humanos nos distinguimos del resto de los animales por nuestra razón. Todos los organismos biológicos somos sistemas abiertos que dependemos constantemente de nueva energía; los vegetales se asientan en lugares ricos de nutrientes que van absorbiendo: nitrógeno, agua, carbono, minerales; nosotros animales, debemos buscarlos activamente, ya sea como consumidores primarios o como consumidores secundarios.

Tres son las instancias por las que los animales nos relacionamos con el medio; cognitiva: a través de los sentidos de percepción, el animal obtiene una imagen de la realidad respecto a amenazas, alimentos y cobijo que permiten su supervivencia; afectiva: su emotividad reacciona al tipo de acción externa mediante deseos o impulsos de acercamiento, huida o neutralidad; efectiva: determina su reacción instintiva más apropiada y actúa. Su memoria es un complemento fundamental a dichas instancias para registrar en su mente los tres momentos y presentarlos oportunamente como experiencia en esta suerte de aprendizaje de prueba y error por el cual le confiere un comportamiento más autónomo que el puro instinto. Las cuatro instancias (cognitiva, afectiva, efectiva y memoria) se unifican en la conciencia. La conciencia es la capacidad que posee un sujeto para adquirir la representación de un objeto e interactuar con éste. En la medida que la escala aumenta, estas instancias se complejizan relacionando estas representaciones según caracteres comunes.

La conciencia más simple de todas es la conciencia de lo otro, que es acerca de las cosas que nos rodean. Este tipo de conciencia, que poseemos todos los animales con sistema nervioso central, proviene de la capacidad natural de reconocer en mayor o menor grado objetos que a nosotros pueden afectarnos o que pueden ser afectados por nuestras acciones. La acción que surge de la informa­ción provista por este tipo de conciencia está condicionada por los instintos de supervivencia y reproducción, que son funcionales a la prolongación de la especie. La intensidad de esta con­ciencia varía desde el simple reconocimiento de luminosidad o temperatura hasta la comprensión de las fórmulas químicas más complejas. En la misma escala, tenemos emociones, es decir, adquirimos estados afectivos de agrado o desagrado, de bienestar o sufrimiento, de atracción o repulsión, de euforia o ansiedad, de seguridad o temor, de tranquilidad o desasosiego, buscando el primer término y rehuyendo del segundo. El principio de dichos estados es la sensación de placer o dolor, o una mezcla de ambos. La satisfacción de los apetitos y de las carencias que posibilitan la supervivencia y la reproducción produce placer. En cambio, los apetitos no satisfechos y la integridad dañada son dolorosos. La acción efectiva en esta escala es instintiva, siendo impulsada por nuestra supervivencia.

La estructuración de la conciencia de sí, que poseemos sólo los seres humanos y que es el de pensar, sentir y actuar, fue una ventaja adaptativa significativa, pues fortaleció nuestra autonomía y atenuó el determinismo del instinto, lo que nos capacitó para adaptarnos con mayor facilidad frente a las vicisitudes del medio. El individuo humano se ve a sí mismo como un sujeto de una acción intencionada y por tanto reflexionada según su pensamiento racional y abstracto. Indudablemente, dicho salto evolutivo del sistema nervioso central demandó la mayor estructuración y complejidad conocida de la materia.

El ser humano tiene la realidad cognoscible como su medio de existencia consciente y ésta no está tan solo llena de objetos que lo pueden alimentar, cobijar o cazar, que es la realidad significativa para un animal. La realidad que él conoce es la sensible y, por lo tanto, pertenece a la realidad material del universo.  Él es capaz de generar estructuras psíquicas, que son representaciones de objetos de esta realidad, en forma de percepciones e imágenes a partir de la materialidad biológica y electro-química del sistema nervioso central y de las sensaciones que proveen los sentidos de percepción. De las sensaciones como unidades discretas él genera percepciones en una escala superior; de las percepciones como unidades discretas él genera imágenes en una escala aún superior. Pero a diferencia de todo animal su más evolucionado cerebro tiene capacidades cognoscitivas distintivas. Para ello se ayuda del sistema del lenguaje que emplea primariamente para comunicarse simbólicamente con otros seres humanos y también para acumular información y desarrollar aprendizaje y cultura.

 Primero el cerebro del ser humano tiene la capacidad para estructurar relaciones lógicas del modo si A es B y todo B es C, entonces A es C. Ciertamente, la tecnología cibernética ha conseguido la estructuración lógica-matemática de manera artificial a velocidades extraordinariamente superiores y sin error alguno. En segundo término, el ser humano tiene capacidad de pensamiento abstracto, pudiendo  a partir de imágenes como unidades discretas estructurar en su mente en una escala superior todo un mundo conceptual o ideas que buscan representar el mundo real que experimenta y comprender el significado de las cosas y de sí mismo, incluso más allá de cualquier condicionamiento cultural. La tecnología de la inteligencia artificial aún no incursiona en este ámbito. En esta escala el ser humano estructura las relaciones ontológicas, que son relaciones de ideas de cosas por lo que tienen en común, y en una escala superior él puede estructurar hasta relaciones metafísicas, que son relaciones de ideas de ideas verdaderas por lo que tienen en común. En tercer lugar él también puede comprender las relaciones causales naturales cuando las ontologiza, es decir, cuando relaciona relaciones naturales de causa-efecto en ideas universales y advierte una ley natural.

En la escala de la conciencia de sí la felicidad y la tristeza son la estructuración fundamental afectiva y proviene de la dicotomía placer/dolor propio de la escala más primitiva de la conciencia de lo otro. De este sentimiento derivan secundariamente, en la misma escala, una serie de estados de ánimo de gran complejidad. Consideremos los si­guientes entre otros muchos: amor/odio, confianza/angustia, valentía/cobardía, espe­ranza/desesperanza, optimismo/pesimismo, perdón/venganza, desprendimiento/codicia, euforia/pesadumbre, arrojo/temeridad, amistad/rencor, sonrisa/congoja. También la conciencia de sí estructura reacciones mixtas de sentimientos de una escala de complejidad mayor: arrogancia, melancolía, desazón, amargura, admiración, arrepenti­miento, vergüenza. Por último se producen actitudes de comportamiento con fuertes elementos sentimentales, como el orgullo, la sober­bia, la envidia, la avaricia, la codicia y tantas más. Estas actitudes pueden ser dominadas por un sujeto con un propósito transcendente.

La vida es energía que se consume en el esfuerzo para sobrevivir y reproducirse; la vida humana es energía que se consume además tras un propósito trascendente (tránsito en el mismo nivel),  incluso transcendente (tránsito a otro nivel), que su razón ha estructurado como posibilidad o proyecto, incluso como necesidad. Los sentimientos producen la motivación afectiva para actuar. En la escala de la conciencia de sí la acción humana no es únicamente una reacción autónoma que surge instintivamente ante algún estímulo. A diferencia de la acción instintiva, la acción humana es intencional y responsable. Es el modo cómo nuestra intencionalidad interactúa en nuestro universo material de causalidades. La forma de pensamiento racional (o lógica) y abstracta (o conceptual) faculta al ser humano para deliberar antes de actuar. La efectividad humana se caracteriza porque primeramente es volitiva, es decir, tal como un animal, el ser humano desea y quiere objetos que pueden satisfacer sus necesidades. Pero su acción no se ejecuta inmediatamente. Para determinar el cuso de acción él auto-determina racionalmente sus opciones o alternativas mediante la deliberación. A través de la reflexión esta actividad intelectual le per­mite tener conciencia de sí mismo como sujeto de la acción, sabiendo en consecuencia que ésta puede no sólo afectar tanto a un objeto como a sí mismo, sino que también saber el modo que su acción puede afectar al objeto y a sí mismo. Antes de actuar, el ser humano razona, delibera, pondera, planifica, cavila, reflexiona e imagina como proyecto de futuro en términos de una determinación de las múltiples posibilidades. No sólo puede imaginar el curso de la acción, él puede tener además una concepción abstracta del “deber ser” y puede prever hasta qué punto el efecto de su acción será compatible con dicha concepción. Es mucho más que una respuesta a los simples anhelos de supervivencia y reproducción, pues se desenvuelve dentro de un contexto moral subjetivo y también cultural social. La deliberación se enmarca en el conflicto de intereses que se suscita entre las demandas de sus instintos de supervivencia y reproducción (el angelito malo del dicho popular) y lo que entiende de las necesidades del prójimo referente a lo bueno y lo justo (el angelito bueno).

En síntesis, la acción humana es intencional porque la persona se sabe sujeto de una acción a la cual ha dado un propósito que ha deliberado; la intención tiene un propósito razonado que por su propia voluntad la persona puede alcanzar. Por lo tanto, de todos los demás seres del universo únicamente el ser humano es capaz de liberarse del condicionamiento natural, determinista, afectivo y hasta ritual cuando ejecuta una acción intencional. Por persona, podemos entender una unidad ontológica única e irrepetible; una identidad que actúa, no instintiva, sino libremente; una substancia que razona, delibera, intenciona y es responsable; un organismo biológico transcendente; un sujeto de conocimiento abstracto, sentimientos y causalidad autónoma; una criatura capaz de relacionarse íntimamente con Dios. En el universo todo cambia y nada permanece; sólo es eterno nuestro espíritu que forjamos mediante nuestras acciones intencionales. Sólo el amor, la justicia y la verdad confieren el temple al espíritu para llegar a ser dignos de Dios. El bien y el mal no son sustantivos, sino adjetivos. Dependen de cada persona cómo les afecte. La acción intencional puede tener buenos o malos efectos, independientemente de sólo la intención. Pero la intención conlleva siempre un valor moral.

Lo que caracteriza la acción intencional es la libertad. Ésta es la capacidad personal para la autodeterminación. Ella no se refiere a una emancipación de condicionamientos materiales, morales, intelectuales o espirituales, tampoco la define solo la posibilidad de elección, según exige el libre mercado, potestad que tienen también los animales. La libertad es acción en las tres instancias de la conciencia. En lo intelectual la libertad se ejerce para buscar la verdad, superar la ignorancia y, sobre todo, los prejuicios y obtener, no tanto información y conocimiento, sino sabiduría. En lo afectivo la libertad se ejerce para ser feliz al superar el miedo, la angustia y el sufrimiento. En el plano de la efectividad, que es propiamente el de la acción intencional, la libertad se ejerce desde la perspectiva moral, no tanto para buscar el bien y evitar el mal, que no son fuerzas o estados objetivos, sino para superar el odio y conseguir amar. La libertad demanda responsabilidad y puede por tanto ser enjuiciada. La acción intencional tiene tres momentos para ser enjuiciada: antes de la acción puede ser enjuiciada por la norma moral, que es transcendente y merece el juicio de la propia conciencia; la ejecución de la acción puede ser enjuiciada por la norma jurídica, suponiendo la existencia de una intención; por último, el efecto social-cultural de la acción puede ser enjui­ciada por la norma ética de la sociedad. La satisfacción exclusiva del instinto de supervivencia puede acarrear la perdición de una persona en su proyecto transcendente. La libertad es fundamental en la relación personal con Dios en este mundo. Dios es omnisciente y sabe de antemano la intencionalidad de cada persona, pero la persona misma es libre y responsable por sus acciones, por lo que no puede haber predestinación, sino campo para ejercer la libertad. El accionar de la libertad que permite la conciencia de sí conduce al desarrollo de la conciencia profunda, que es el máximo estado en la existencia humana en su etapa corporal o terrenal, siendo entonces la libertad una bisagra entre ambos tipos de conciencia.

La recién mencionada conciencia profunda, que también podemos identificarla con lo que se entiende por lo espiritual, está en una escala de conciencia aún mayor. En esta escala se puede advertir que el espíritu se mueve en un ámbito que transciende el instinto de supervivencia, pues intuye que la muerte no acaba con su existencia, solo acaba con su cuerpo. Cuando el ser humano reflexiona sobre el por qué de sí mismo, llegando a la convicción de su propia y radical singularidad, su multifuncionalidad psíquica es unificada por y en su conciencia, o yo mismo, pero no de modo mecánico, sino transcendente y moral. La transcendencia es el paso desde las energías cuantificada y condensada, propias de la materia y que se estructuran a sí mismas, hasta la energía desmaterializada o psíquica que la persona estructura por sí misma. La material psiquis de un sujeto humano transforma la energía cuantificada-condensada en energía psíquica (sin recurrir a la supuesta glándula pineal cartesiana) por mera reflexión en esta escala y la contiene. Para admitir lo anterior, se debe aceptar que la energía es naturalmente anterior y mayor que la materia, que la energía posee distintos modos de existir y estar contenida (primigenia, cuantificada, condensada, potencial, cinética, psíquica), que la energía psíquica es irreversible y no retorna a un modo anterior, que es independiente del tiempo y el espacio, que no tiene efecto directo sobre la materia. Primero, estos elementos de energía cuantificada-condensada se estructuran naturalmente en las neuronas asociativas y de memoria de un sujeto vía los propios mecanismos electro-químicos del cerebro. Segundo, dicho paso, no es tan solo un proceso o un mecanismo, sino también es, en el mismo acto, un cuño que impone la intención en la conciencia. Tercero, el cuño produce una réplica o reflejo desmaterializado de una “unidad” de energía, sin otros efectos materiales. Cuarto, la réplica es sumada a la mismidad del sujeto o de la conciencia profunda del sujeto y es contenida allí. Si el individuo se estructura a partir de partes materiales que anteriormente pertenecieron a otros individuos y pertenecerán en el futuro a nuevos individuos, la persona se estructura a partir de “unidades” de energía que son reflejadas, replicadas, duplicadas o psicologizadas, que son las instancias propias de la conciencia  ̶ las ideas, los sentimientos y las acciones intencionales ̶  que él estructura o construye en el curso de su vida y que permanecerán en lo sucesivo estructuradas en su mismidad mientras exista, es decir, transcendiendo su muerte biológica hasta llegar a la eternidad.

Si la conciencia de sí puede llegar a advertir que el yo es único y que su existencia transcurre en una realidad objetiva que su intelecto la representa como verdadera, la conciencia profunda transciende esta materialidad y viene a ser la estructuración de la energía psíquica como producto del intencionar, forjando indeleblemente en sí mismo la actividad cerebral de un modo desmaterializado. Estos contenidos se reflejan en la conciencia profunda como contenidos de solo energía psíquica, sin base neuronal, y, por tanto, inviolables a la muerte. Como ejemplo de la espiritualidad de la conciencia profunda y las tres instancias de nuestra relación con la realidad, su conocimiento se basa en la verdad, la realidad, la apertura, la comprensión, la coherencia, la consistencia; su afectividad siente coraje, humildad, fortaleza, valentía, resistencia, alegría, templanza, sencillez, felicidad y su efectividad genera voluntad, libertad, generosidad, entrega, acogida, abnegación, solidaridad, amor.

Reiterando, el punto de partida de este tránsito a lo inmaterial es la acción intencional, que depende de la razón y los sentimientos, que se identifica con el ejercicio de la libertad y con la autodeterminación, que se relaciona al otro a través del amor o el odio, en fin, que caracteriza al ser humano y lo diferencia radicalmente de los animales. La conciencia profunda reconoce (subjetivamente) que la realidad (objetiva), no es solo material, sino que también es transcendente, y la puede conocer con otros “ojos” que ven la experiencia sensible, los cuales podrían abrirse completamente solo tras la muerte fisiológica. El alma no preexiste en un mundo de las Ideas, al estilo de Platón, para unirse al cuerpo en el momento de la concepción, sino que se forja en el curso de la vida intencional. El temple lo proporciona cada persona. Esta metempsicosis transforma lo inmanente de la cambiante materia en lo transcendente de la energía inmaterial, psíquica. La estructuración de una mismidad singular como reflejo de la actividad psíquica de su particular deliberación es el máximo logro de la evolución que, a partir de materia y energía cuántica-condensada, produce energía psíquica estructurada. La acción intencional de donación y entrega es recíproca en el sentido de que mientras se da, se amerita al mismo tiempo la salvación celestial del alma, siendo que las principales virtudes humanas se referencian al prójimo: la justicia, que es dar al otro lo que le corresponde, y el amor, que es dar al otro lo que necesita.

Frente a la pregunta, “¿por qué Dios permite el sufrimiento y la muerte?, la respuesta impide acusarlo de injusticia. En el devenir de un ser humano la  etapa de su existencia que comienza en su misma concepción y termina en la muerte es una etapa biológica, en la que él sufre necesariamente placer y dolor. En cambio, la existencia humana se desarrolla en distintas etapas de conciencia hasta conducir a la misma eternidad, como la metamorfosis que culmina en una bella mariposa. Una de estas etapas, la de la conciencia de sí, el dolor, que es parte del mecanismo instintivo de supervivencia, se transforma en sufrimiento; nuestra cultura tiene una distorsión al suponer que el propósito de la vida biológica es, por el contrario, la felicidad, en circunstancias de que el verdadero designio de la vida humana es prepararnos moral e intelectualmente para responder libremente a la invitación de Dios a integrar su Reino, donde la felicidad será plena. La realización personal tiene por destino, no esta vida como supuso el psicoanalista Alfred Adler, quien propició la autorrealización aquí y ahora, sino la existencia después de la muerte. Así, el ser humano puede definirse, más que como animal racional, según creyó Aristóteles, como un ‘animal transcendente’ que transita de lo animal a lo humano y a la energía personal del espíritu, de lo inmanente a lo transcendente. Desde esta perspectiva el sentido de la vida es doble: vivir plena y conscientemente la vida, estando consciente de la vida eterna y sus demandas, y en que debe predominar la conciencia profunda sobre las otras escalas de conciencia. Naturalmente, todas las anteriores explicaciones son especulativas y no se asientan ciertamente en conocimiento científico o empírico alguno, pues están fuera del ámbito de lo material, dentro del cual solo conocemos lo sensible, pero está en sintonía con los sucesos místico y parapsicológico reconocidos y surge de superar el dualismo del ser metafísico por la energía, que incluye tanto lo material como lo inmaterial.

Cuando la muerte, propia de todo organismo biológico, desintegra la estructura material del individuo humano, subsiste la persona, que es propiamente la estructura del yo mismo, puramente de energías psíquicas, múltiples y diferenciadas que se han unificado por la conciencia profunda durante su vida. La muerte supone la destrucción irreversible del vínculo de la energía estructurada del yo mismo, inmortal, con su cuerpo de materia estructurada que la contenía, manifiestamente incapaz ahora de vivir. Se produce la separación del cuerpo, que se pudre y la comunidad debe desecharlo, no de un alma amorfa, sino de un espíritu que es una persona que tiene una historia única e irrepetible, con un origen en la concepción en el útero materno. El espíritu no muere, el cuerpo no resucita, pero la persona sufre una transformación total, una metamorfosis completa. Definitivamente, la persona se independiza del consumo de energía de un medio material y, por tanto, de la entropía; su acción ya no puede tener efectos sobre la materia, pues ya no existe un medio de tiempo y espacio ni tampoco un medio material exigidos por una relación causal; ya no resulta necesario satisfacer los instintos biológicos de supervivencia y reproducción; tampoco estar sujeto a ningún otro instinto; de hecho, concluye aquello que más caracteriza al ser humano en su vida terrena, que es la acción intencional; se desvanece asimismo la necesidad de la libertad personal para actuar intencionalmente; quedan irreversiblemente obsoletos sus atesorados y arduamente obtenidos conocimientos y experiencias, como la química y el andar en bicicleta; se acaba su forma de pensamiento racional y abstracto y de memoria basados en su mente; termina su pensamiento lineal e irregular que depende de la funcionalidad neuronal de su cerebro; finaliza su percepción de la realidad a través de sus sentidos; concluye su conocimiento particular, confuso y prejuiciado de la realidad; cesa su limitación de conocer solo y parcialmente el universo material; desaparece el dolor que transmite su sistema nervioso (el ardiente infierno de la imaginería religiosa es una fantasía); asimismo, se esfuma sus inútiles y estúpidos sufrimientos mentales, como la angustia, el rencor y el miedo.

Es imposible saber cuál será el modo de existencia de una persona separada de su cuerpo, ya que obviamente no hay pruebas experimentales, pero podemos no obstante dar crédito a los testimonios de fenómenos paranormales recurrentes y registrados de numerosas personas. Centenares de “experiencias cercanas a la muerte” (curiosamente, en una ocasión me llegaron electrónicamente una colección de testimonios de todo el mundo relativa a un encuentro entre científicos y parapsicólogos propiciado por la revista Scientific American) aseveraron unánimemente haber sentido, cuando estuvieron clínicamente muertos, el amor más absolutamente intenso, puro, verdadero, profundo e incondicional de Dios como jamás imaginado. Dios era percibido por el alma como una intensa y hermosa luz blanca. Otros sentimientos que acompañaron estas experiencias en la eternidad fueron la paz, la tranquilidad, la serenidad, el calor, el cariño, el ser aceptado, la comodidad, la seguridad, la atemporalidad, el entendimiento, junto con un sentido de verdad, permanencia, armonía, serenidad, bondad, empatía, compasión, confianza, gratitud, felicidad, belleza, perfección. También hay numerosos testimonios que indicaron verse rodeados de amorosos seres espirituales. La persona, ahora reducida a lo esencial de su ser, necesitaría un contenedor para su propia y estructurada energía psíquica para poder manifestarse y expresarse; Dios es este real contenedor.  Algunos expresaron que ella se siente “ser parte de Dios, existir en diversas dimensiones y poseer todo el conocimiento”. Para alternar con la realidad la conciencia, liberada de sus medios materiales, es decir, su cerebro y la mente que genera, se abre a la verdad y al conocimiento, a la felicidad y a la bondad. La persona adquiere “la capacidad de sentir amor y saberse que es objeto de amor, de crear visiones, de saber que somos parte de todo, de estar vigilante, de comprenderlo todo”. Surgiría una forma nueva, inmaterial, transcendente, de pura energía psíquica, pero implícita en la conciencia profunda, incomparablemente más maravillosa para entender, conocer y relacionarnos correspondientemente con esa insondable y misteriosa realidad que se nos presentaría en “la otra dimensión”, en forma plena, todavía imposible de conocer en nuestra vida terrena.

La esperanza es que quien en su vida ha reconocido de alguna manera a Dios, ha buscado la verdad y ha sido justo y bondadoso según, por ejemplo, la enseñanza evangélica, cuando muere estará en mejores circunstancias de acceder al Reino de amor, misericordia y bondad y con una existencia colmada de entendimiento y felicidad, que Jesús conoció probablemente a través del fenómeno paranormal de la “experiencia fuera del cuerpo” y enseñó en su Evangelio. Según los mencionados testimonios una persona al morir repasa toda su vida, como una película, particularmente en relación al prójimo, a quien se debe en cualquier circunstancia, y ella se erige en su propio juez. Verá en un instante su egoísmo y su crueldad, como también sus buenas acciones. Si no ha conseguido una reconciliación consigo misma, su propio juicio determina la intensidad de su relación con Dios. Dios no es el juez, sino lo es la persona misma cuya conciencia retiene su conducta moral mientras actuó intencionalmente durante su vida terrena. A pesar de que Dios todo acepta y comprende, algunos no se perdonan a sí mismos, se sienten indignos y prefieren estar en la lejanía de su “infierno”. Para referirse a la particular intensidad de la persona en esta relación, en la que ya no se interpone el tiempo ni el espacio que la mantenía separada de Dios, Jesús decía, “en la casa de mi Padre hay muchas moradas” (Jn. 14:2). 

Así, la energía liberada originalmente en el Big Bang por Dios retorna a Él estructurada en el amor.