UNA COSMOVISIÓN
Patricio Valdés Marín
Dios nos es tan inasible,
incomprensible e indefinible que muchos lo niegan y se declaran ateos. Otros
conceden que Él es la causa del universo, pero como está más allá de nuestra
experiencia, se declaran agnósticos. Ciertamente, nuestra razón tiene límites,
siendo una infamia quemar vivos a quienes no reconocen a Dios. Sólo podemos
hablar de Él en términos que imaginamos sin fronteras, como “infinito” para
expresar “sin fin”, “eterno” para significar “sin tiempo” y “todopoderoso” para
indicar un poder ilimitado. Avanzamos algo más si lo postulamos como creador de
un universo que se rige según leyes universales, por las cuales todo es causal,
y así hablamos de deísmo. Como muchas personas religiosas aseveran, también la
experiencia religiosa puede hablar de Él como un padre bondadoso que se
relaciona con cada ser humano, respetando su libertad personal, en que nada es
casual y así hablamos de teísmo, siendo ilegítimo socializar como religión la
experiencia religiosa de la fe personal por constituir una violación a la
libertad de otra persona; también aunque Él nos es invisible, la convicción
personal puede sostener que Dios estaría presente y sería poderoso en todo, por
lo que podemos encontrarle sentido a todo; asimismo Dios podría considerarse,
no sólo como causa del universo, sino como el centro de nuestra existencia y
finalidad. Naturalmente, esta aparente doble y contradictoria causalidad nos
resulta un enigma y la predestinación agustiniana-calvinista resulta ser una
mala solución.
El universo estaría estrechamente
ligado a Dios. Por su naturaleza el universo no pudo ser causa de su propia
existencia y menos de su diseño evolutivo. Debió existir distinto de aquél un
infinito poder, designio, propósito y voluntad en alguien a quien llamamos
Dios, quien lo originó con energía infinita y le implantó un guión para
evolucionar y estructurarse según una intención por Él definida, que no podemos
naturalmente conocer. Anterior al universo y distinta de Dios, pero dependiente
de Él como su emanación, debió existir una energía primigenia. Esta idea
contradice tanto la teoría de san Agustín de la creación ab nihilo (de la nada) como la del panteísmo de, p. ej., Baruch
Spinoza. Si adherimos a la teoría cosmológica moderna que afirma, tras Edwin
Hubble, que el universo tuvo su inicio en el Big Bang, deberíamos concluir, no
que éste emergiera espontánea y arbitrariamente, incausado, sino que fue creado
por el agente divino.
Para reflexionar primeramente sobre el
universo, debemos partir especulando sobre la energía. Ella es primigenia
porque es naturalmente anterior al universo. Ella es, como veremos, el
fundamento de aquél. Esencialmente, la energía es la realización del poder de
Dios. Ella es el principio activo de todo. Observemos que ella no debe ser
pensada como un fluido, ya que no posee ni tiempo ni espacio y, siendo ella
anterior a estos parámetros, no tiene ni volumen ni peso. Ella no es amorfa,
sino que contiene los códigos por los cuales se puede convertir en las
partículas fundamentales e intervenir en la complejificación de la materia a
partir de dichas partículas. El primer principio de la termodinámica expone un
muy relevante principio: “la energía no se crea ni se destruye, solo se
transforma”. En el universo ella (la energía cinética) está presente cuando un
cuerpo o partícula inicia, cambia o detiene su movimiento. Ella realiza trabajo
cuando es mayor que el nivel de energía del medio, que es de la entropía o el
equilibrio. Su efectividad está relacionada con su intensidad y la
funcionalidad del receptor. Para satisfacer las exigencias del universo ella
era y sigue siendo infinita en relación a su expansión y su evolución. Ella no
puede existir por sí misma y debe consecuentemente estar contenida o en
dependencia de algo; en el universo ese algo es la materia y su
transformación. Veremos más adelante que
por la intención reflexionada una persona la estructura psíquicamente en la
mismidad de su conciencia profunda, generando su alma desmaterializada que
subsiste a su muerte corpórea.
El “Big Bang” se puede definir como el
instante, en el mismo origen del universo, hace unos 13 mil setecientos
millones de años atrás, de la transformación de la energía primigenia en
energía cuántica. La causa de esta transformación sería Dios mismo. Entonces el
universo comenzó a expandirse a la velocidad de la luz desde un punto
infinitesimal que contenía la infinita energía primigenia del universo y la
energía se granuló en dicho instante. Max Planck mostró, en 1900, cuando
relacionó la energía del fotón con la frecuencia y la constante que lleva su
nombre y que es muy pequeña, que el universo no es continuo, aunque así pudiera
aparecer, sino está cuantificado o granulado.
Los fotones son paquetes muy pequeños de energía. Aunque no masivos,
ellos son las partículas fundamentales de la materia. Se comportan como ondas y
como corpúsculos al mismo tiempo, como si fueran tanto energía como materia, ya
que están a medio camino de ambas. Su vibración se relaciona con el tiempo; su
longitud se relaciona con el espacio.
Así, la interacción entre los fotones, que se realiza en un campo de
energía, resulta en la formación del tiempo y el espacio, siendo la velocidad
de esta interacción la de la luz. Podríamos concluir que la cuantificación de
la energía primigenia resultaría ser un acto de creación divina que es
necesario para explicar la aparición del tiempo y el espacio y la expansión del
universo; esta expansión resulta ser constante y propagarse a la velocidad de
la luz, como veremos más adelante.
El tiempo y el espacio del universo
están relacionados con el proceso. En primer término, la idea de proceso
proviene de la ciencia al observar que en la naturaleza, más que simplemente
cambios inconexos, existen conjuntos relacionados causalmente como sistemas que
se transforman de modo determinista según las leyes naturales que los rigen.
Segundo, el tiempo procede de la duración que tiene un proceso y el espacio
procede de su extensión. Tercero, la infinidad de interacciones originadas en
el Big Bang constituyen el espacio-tiempo del universo.
La cuantificación de la energía en la
escala del fotón, que es la escala fundamental y la menor de todas, contenía un
libreto que fue y es la transformación de esta energía cuantificada en energía
condensada y la organización ulterior de esta segunda energía en dos formas
básicas, que son la masa y la carga eléctrica, de las cuales el universo se ha
ido estructurando en su totalidad. Primero, aunque Albert Einstein demostrara
en 1905 la convertibilidad entre la energía y la masa en su famosa y
experimentada ecuación E = m·c², mediante el CERNC la ciencia aún no logra
relacionar el fotón, que es un bosón sin masa, con el bosón de Higgs, la
partícula fundamental de la masa. Hasta ahora este segundo bosón aparece en el
origen de la masa, ya que se postula que, como unidad discreta, ésta vibra en
un campo propio para estructurar una pequeña cantidad de masa. La masa es
responsable de la inercia y la gravedad. En segundo lugar, se encuentra la
carga eléctrica en dos estados contrarios
̶ positivo y negativo ̶ y ella
está cuantificada con valor entero. La carga de un signo surge del sustrato de
energía simultáneamente que la carga de signo contrario y no necesariamente en
el mismo lugar, como la experimentación lo muestra, causando asombro. Tampoco
se conoce, si es que el Modelo Estándar de la física de partículas postulara,
el origen fotónico de esta carga. La conversión en carga eléctrica requirió
también mucha energía. La fuerza para vencer la resistencia entre dos cargas
eléctricas del mismo signo es enorme. Se calcula que solamente 100.000 cargas
(electrones) unipolares reunidas en un punto, experimento imposible debido a la
su recíproca fuerza de repulsión, ejercerían la misma fuerza que la fuerza de
gravedad de toda la masa existente de la Tierra. Infinitos puntos o centros
funcionales, atemporales y adimensionales de energía cuantificada originan el
espacio-tiempo del universo al interactuar entre sí y relacionarse causalmente
mediante también energía cuantificada, constituyendo la base de la
estructuración del universo. La expansión del universo disminuye su densidad y
su temperatura, lo que en el comienzo permitió la estructuración de las
distintas partículas subatómicas y los átomos más simples. Algunos científicos
calculan que demoró 300 millones de años para que el universo se pudiera
clarificar y los nuevos cuerpos celestes lograran formarse y distinguirse.
Algunos científicos creen observar un
completo indeterminismo en el origen del universo, pudiendo éste haber
evolucionado indistintamente y al azar en cualquier sentido. No consideran que
el universo haya seguido la dirección impresa desde su origen según las
propiedades de la energía primordial y la relativa estabilidad de la energía
condensada o materia que se va estructurando a escalas superiores. Esta energía
se convirtió en el universo y se fue desarrollando y evolucionando,
auto-regulada deístamente por lo posible en cada posible escala estructural. La
energía primordial comprendía los códigos de la estructuración de las
partículas sub atómicas. Estas partículas poseen máxima funcionalidad y
adquirieron entonces energía infinita, lo que las llevó a transitar a la máxima
velocidad posible (la de la luz) desde el Big Bang. Adicionalmente, según la
segunda ley de la termodinámica la entropía o transformación no es una medida
de desorden, sino de estructuración como resultado de la aplicación de trabajo
y esto explica la ascendente y complejizada evolución observada en el universo
que ha logrado llegar a la estructuración de la energía psíquica, como veremos
más adelante.
En el universo cada observador o ser
existe en su tiempo presente; para él todo lo demás está entre su próximo y
lejano pasado; él es el más viejo del universo; él está en el mismo centro del
universo; él está a la máxima distancia del Big Bang. Al observar hacia la
máxima distancia posible (el tiempo que tiene el universo multiplicado por la
velocidad de la luz) el observador ve el manto que envuelve a todo el universo.
El manto es precisamente el punto infinitesimal del Big Bang. Esta aparente
paradoja cosmológica de identificar este punto con nada menos que la periferia
de una esfera de radio de ‘máxima distancia’ y que tiene por centro al
observador se resuelve mediante un corolario a la contracción de FitzGerald que sirvió a Einstein para
formular su teoría especial de la relatividad. Dicha contracción dice, “a la
velocidad de la luz la longitud de un objeto, en el eje común de éste y el
observador, aparece que se acorta a cero”. Nuestro corolario diría, “desde el
punto de vista del observador, no es sólo la longitud de un objeto la que
aparece que se acorta, sino que su plano transverso a este eje aparece
recíprocamente que se agranda. El infinitesimal punto del Big Bang es el único
objeto que se aleja necesariamente del observador a la velocidad de la luz. No
puede ser menor, ya que sus efectos estarían directa y continuamente
perturbándonos; tampoco puede ser mayor, puesto que no habríamos sido afectados
de modo alguno, e.d., no existiríamos; en cambio para el observador (para cualquier
observador) todo el universo le es visible. Precisamente este punto aparece al
observador como la periferia del universo donde él ocupa su centro. Algunos
suponen erróneamente que si el Big Bang impulsó radialmente la materia en todas
direcciones, habría galaxias que no podríamos ver por estar en las antípodas.
No toman en cuenta que dichas galaxias no podrían estar alejándose de nosotros
a mayor velocidad que la luz y que lo que se nos aleja a dicha velocidad es el
Big Bang. En esta relación espacio-temporal nosotros observamos dichas galaxias
con menor edad que la que en realidad tienen, pues son nuestras contemporáneas,
solamente que su luz ha demorado en llegarnos.
La fuerza gravitacional es el producto
de la masa que se aleja con energía infinita de su origen en el Big Bang a la
velocidad de a luz y que forzadamente se va separando angularmente del resto de
la masa del universo, por lo cual el universo es en realidad una enorme máquina
que, por causa de su expansión radial (no como un queque en el horno como
suponen algunos cosmólogos), genera la fuerza de gravedad, teniendo como
contrapartida su pérdida asintótica de densidad. Y esta fuerza, más el
electromagnetismo y las otras dos que ellas causan dentro de la estructura
atómica, producen la incesante estructuración y decaimiento de las cosas. Debo
hacer notar que nuestra idea de gravedad difiere radicalmente de la idea en
boga basada en la teoría general de la relatividad que identifica forzadamente
inercia con gravedad y busca unas inexistentes “materia oscura” y “energía
oscura” para que cuadren con su formulación matemática.
El universo conforma una unidad en la
energía que no admite dualismos espíritu-materia como los postulados por
Platón, Aristóteles o Descartes. En toda su diversidad el universo está hecho
de energía y nada de lo que allí pueda interactuar puede no estar hecho de
energía. Tales de Mileto, considerado el primer filósofo de la historia,
postuló el “agua” y sus tres estados como clave para incluir la diversidad del
universo en la unidad; después de él otros sugirieron diversos entes como
fundamento unitario de la cosas; tiempo después Parménides inventó el concepto
de “ser” para darle unidad a la realidad, hechizando a toda la filosofía
posterior. Aunque abarca más que el universo e incluye el “más allá”, podemos
proponer por el contrario la idea de “energía” para este mismo propósito
metafísico. Similarmente, para referirnos universalmente a los seres materiales
de modo más preciso que el ser metafísico, que concuerde con todos los
principios científicos y explique específicamente la diversidad y la causalidad
del universo, proponemos el concepto complementario de la estructura y la
fuerza, que explicaremos a continuación.
La diversidad y la evolución existente
se rigen por nuestro principio complementario de la estructura y la fuerza:
“todo ser en el universo, incluyendo el mismo universo, ̶ desde la partícula fundamental hasta el ser
humano ̶ se caracteriza por lo que hace,
por sus componentes y por su pertenencia a algo, es decir, es funcional porque
se manifiesta y constituye una estructura de una escala particular, está
compuesto por unidades discretas que son estructuras de una escala
inmediatamente inferior y es a su vez una unidad discreta de una estructura de
una escala inmediatamente superior”. Como si tuviera un propósito determinado,
la energía cuántica no termina en desorden; antes es utilizada para generar y
estructurar la materia en una evolución sin término y cada vez más compleja. La
ciencia devela que en el curso de su existencia el universo ha ido
evolucionando y se ha ido desarrollando hacia una complejidad cada vez mayor de
la materia y se ha venido estructurando en escalas incluyentes cada vez más
multifuncionales. Desde partículas fundamentales, estructuras subatómicas,
atómicas, moleculares y biológicas, hasta las psicológicas, sociales,
económicas y políticas, la estructuración en escalas mayores y más complejas no
ha cesado.
En el inicio la evolución de la
materia comenzó desde la formación de las mismas partículas fundamentales hasta
la estructuración de quarks y hadrones. La evolución prosiguió, en la escala
atómica, por la agregación de hadrones al núcleo atómico y la conformación de
los elementos de la tabla periódica a través de, a veces, muy poderosas
fuerzas. En una escala superior, los enlaces químicos de estos elementos
produjeron bases, ácidos y sales hasta obtener aminoácidos y llegar a su máxima
estructuración actual, que son los polipéptidos, el ADN, las proteínas, los orgánulos y, en una
escala superior, la célula y la vida.
En la escala de la evolución biológica
Charles Darwin mostró que el mecanismo evolutivo, que permite a una
especie adaptarse mejor a un medio
cambiante y que denominó “selección
natural”,
es la capacidad de un individuo de mostrar mayor aptitud para sobrevivir y reproducirse que obtiene a través
de alguna mutación genética más ventajosa.
Luego
éste traspasa su aptitud a su
descendencia.
En un medio extremadamente
competitivo cualquier ventaja tiene consecuencias importantes en la especie. La evolución biológica es un mecanismo de estructuración de
la materia viva que
es acumulativo, traspasando
los cambios de una generación a las generaciones futuras. Pero también es un mecanismo sumamente conservador y
direccional, lo que impide que la materia se pueda estructurar en cualquier
forma imaginable. Consiste en pequeñas mutaciones genéticas en los
individuos que se generan al azar
y
en forma aleatoria y que prevalecen en la especie por ser neutros o se propagan en ella por ser genéticamente favorables. Una mutación favorable puede generar profundos cambios en el fondo
genético de la especie. Los que son
inviables y/o desfavorables desaparecen. Un carácter neutro puede tornarse
favorable si el medio cambia o se produce una mutación complementaria. En el curso de generaciones, las mutaciones favorables se
van acumulando y la especie se va transformando y hasta se torna en una especie
diferente.
La selección natural opera como un
sistema de control de calidad. Los caracteres o aptitudes que resultan ser los
más favorables frente a los embates del medio y la conquista y
explotación de un nicho ecológico
tienden a prevalecer, de modo que una especie se prolonga a través de los
individuos más aptos. La muerte de todo organismo biológico es consecuencia de
la evolución: la selección natural busca individuos prolíficos y un individuo
incapaz de procrear por ser viejo resulta ser un competidor para los otros
individuos de la especie; además la selección natural sucede cuando el
individuo es prolífico y lamentablemente no cubre la vejez para hacerla más
ventajosa. La estructura más compleja y de mayor funcionalidad de la evolución
biológica es el ser humano, el homo sapiens del orden mamífero
de los primates.
El mundo aparece naturalmente a
nuestros sapientes congéneres como caótico y desordenado, existiendo allí
nacimiento, gozo, regeneración y también muerte, sufrimiento y destrucción.
Antiguamente, los seres humanos se esforzaron en dar explicaciones para dar
cuenta de esta aparentemente arbitraria situación y que resultaron ser
mayormente míticas. Ahora, por medio de la ciencia moderna, podemos entender
objetivamente este mundo, su evolución y desarrollo, pero del modo muy parcial
que responde a cómo son las cosas, pero no a qué son y menos a por qué son. El
dominio de la ciencia comprende las relaciones de causa-efecto que producen el
cambio en la naturaleza; éstas están determinadas según las leyes naturales,
siendo válidas para todo el universo. Todo lo que sabemos con mayor, menor o
total certeza son las hipótesis científicas verificadas a través de la
demostración empírica y la observación; éstas culminan en la definición de las
leyes naturales que rigen la causalidad del universo. Sin embargo, el
conocimiento del universo cubre apenas una parte de la realidad. El problema es
que nos es imposible conocer la mayor parte de la realidad en nuestra limitada
existencia temporal, por lo que ésta sigue siendo un misterio para nosotros.
En el ser humano la estructuración
evolutiva ha seguido dos caminos diversos, el social y el biológico-psicológico
del individuo. Referente al primero, la tropa de primates evolucionó hacia la
tribu de homo sapiens, en una escala
superior. La adquirida habilidad comunicacional centrada en el lenguaje, que
estructura el pensamiento colectivo, y la habilidad intelectual en el
desarrollo de técnicas para apropiarse del medio generaron la cultura. La
organización tribal, que asentó en el genoma sus características durante una
larga existencia, se desarrolló para la defensa, el bienestar y la explotación
de los recursos económicos según las ambivalencias humanas individuo/sociedad e
inmanencia/transcendencia. El individuo es naturalmente egoísta para satisfacer
sus instintos de supervivencia y reproducción, pero al mismo tiempo necesita
cooperar y ser solidario para lograr este mismo objetivo. Asimismo, el
individuo es por una parte indigente, requiriendo la asistencia de los demás, y
es por la otra providente, pudiendo asistir a los demás. Todo individuo tiene
necesidad de pertenecer a un grupo y ser reconocido, pero por este mismo hecho
él excluye a individuos de otros grupos, llegando a considerarlos como
adversarios y hasta enemigos. Todo individuo requiere que sus necesidades
vitales a vivir, a ser libre, a ser protegido, a poseer los medios para cumplir
estos requerimientos le sean reconocidos como derechos humanos o naturales por
la sociedad para que sean efectivos, por lo que él, más que sujeto de derechos,
es en realidad objeto de los mismos. El ideal de justicia y equidad es
reconocer proporcionalmente que los individuos, cuyo origen es ínfimo y
precario, tienen objetivos propios que trascienden los objetivos de la
sociedad, de ahí el imperativo de resguardar los derechos humanos. También todo
individuo reconoce liderazgos, aunque éstos muchas veces tienden a
transformarse pronta y psicológicamente en déspotas y abusadores del poder; el
liderazgo de una sociedad suele ser utilizado para intimidar, engañar,
expoliar, explotar, destruir, guerrear y matar. La república busca entrabar el
poder arbitrario, pero fácilmente ella se corrompe; la democracia legitima la
república, pero el poder que genera, que es para procurar, no el bien
particular, sino que el bien común, es fácilmente cooptado por intereses
económicos espurios. Un individuo es bombardeado constantemente por la
publicidad comercial que presenta un modelo artificial del deber ser y su andar
trastabilla; su criterio es manipulado por los intereses de la plutocracia:
progresismo y crecimiento económico, felicidad en el consumo, orden social en
la propiedad privada, disciplina laboral, intranscendencia en el pasatiempo,
promoción económica en la educación.
En este proceso, surgió la propiedad y
su apropiación por otros medios que el trabajo, lo que resultaron ser las
mayores causas de los conflictos sociales, políticos y económicos. Considerando
que la riqueza es escasa en relación a su demanda, pudiendo satisfacer
alternativamente las necesidades de muchos consumidores, su apropiación o
distribución debería regirse por la justicia y la equidad. Sin embargo, en una
desigual relación la propiedad tiende a concentrarse en pocos en detrimento del
trabajo, ya que en el libre mercado éste es siempre ofertado y aquél es siempre
demandado. Adicionalmente, el capital se ha hecho especulativo y usurero,
perdiendo su función natural de ser uno de los factores de la producción. En
nuestra época la acumulación privada del capital es causa de insolubles
problemas; la abusiva apropiación de riqueza y su enorme concentración y poder
pondrán término irremisiblemente a nuestra civilización capitalista. La
propiedad privada del capital no es un derecho natural e inalienable, como
desde John Locke (1632-1704) el liberalismo económico nos ha hecho creer. Su
origen ha sido corrientemente la violencia del poder arbitrario y la
expoliación; su acumulación ha sido efecto de la codicia y el egoísmo. La
propiedad acumulativa y privada del capital es la causa de las peores
perversiones que la humanidad debe sufrir, distorsionando los valores humanos y
el sentido de la vida y constituyéndose en el más injusto privilegio.
Respecto a la evolución biológica-psicológica, los seres
humanos somos animales desde el momento de nuestra concepción, cuando se unen
dos células progenitoras o gametos para originar el embrión. Posteriormente,
las etapas del desarrollo embrionario de un ser humano individual reproduce, en
el mismo orden, el desarrollo evolutivo de sus antepasados remotos desde la
misma unidad celular, pasando por organismo pluricelular, pez, anfibio, reptil
y mamífero. Después, su desarrollo es fetal, hasta que nace. Los seres humanos
se caracterizan del resto de los animales por el mayor tamaño y funcionalidad
del cerebro. Tanto animales como vegetales somos sistemas biológicos definidos
por nuestro genoma que se remonta a un único ser progenitor, que fue una
primitiva célula; los animales nos distinguimos del resto de los organismos por
nuestros instintos; los seres humanos nos distinguimos del resto de los
animales por nuestra razón. Todos los organismos biológicos somos sistemas
abiertos que dependemos constantemente de nueva energía; los vegetales se
asientan en lugares ricos de nutrientes que van absorbiendo: nitrógeno, agua,
carbono, minerales; nosotros animales, debemos buscarlos activamente, ya sea
como consumidores primarios o como consumidores secundarios.
Tres son las instancias por las que los animales nos
relacionamos con el medio; cognitiva: a través de los sentidos de percepción,
el animal obtiene una imagen de la realidad respecto a amenazas, alimentos y
cobijo que permiten su supervivencia; afectiva: su emotividad reacciona al tipo
de acción externa mediante deseos o impulsos de acercamiento, huida o
neutralidad; efectiva: determina su reacción instintiva más apropiada y actúa.
Su memoria es un complemento fundamental a dichas instancias para registrar en
su mente los tres momentos y presentarlos oportunamente como experiencia en
esta suerte de aprendizaje de prueba y error por el cual le confiere un
comportamiento más autónomo que el puro instinto. Las cuatro instancias
(cognitiva, afectiva, efectiva y memoria) se unifican en la conciencia. La
conciencia es la capacidad que posee un sujeto para adquirir la representación
de un objeto e interactuar con éste. En la medida que la escala aumenta, estas
instancias se complejizan relacionando estas representaciones según caracteres
comunes.
La conciencia más simple de todas es la conciencia de lo
otro, que es acerca de las cosas que nos rodean. Este tipo de conciencia, que
poseemos todos los animales con sistema nervioso central, proviene de la
capacidad natural de reconocer en mayor o menor grado objetos que a nosotros
pueden afectarnos o que pueden ser afectados por nuestras acciones. La acción
que surge de la información provista por este tipo de conciencia está
condicionada por los instintos de supervivencia y reproducción, que son
funcionales a la prolongación de la especie. La intensidad de esta conciencia
varía desde el simple reconocimiento de luminosidad o temperatura hasta la
comprensión de las fórmulas químicas más complejas. En la misma escala, tenemos
emociones, es decir, adquirimos estados afectivos de agrado o desagrado, de
bienestar o sufrimiento, de atracción o repulsión, de euforia o ansiedad, de
seguridad o temor, de tranquilidad o desasosiego, buscando el primer término y
rehuyendo del segundo. El principio de dichos estados es la sensación de placer
o dolor, o una mezcla de ambos. La satisfacción de los apetitos y de las
carencias que posibilitan la supervivencia y la reproducción produce placer. En
cambio, los apetitos no satisfechos y la integridad dañada son dolorosos. La
acción efectiva en esta escala es instintiva, siendo impulsada por nuestra
supervivencia.
La estructuración de la conciencia de
sí, que poseemos sólo los seres humanos y que es el de pensar, sentir y actuar,
fue una ventaja adaptativa significativa, pues fortaleció nuestra autonomía y
atenuó el determinismo del instinto, lo que nos capacitó para adaptarnos con
mayor facilidad frente a las vicisitudes del medio. El individuo humano se ve a
sí mismo como un sujeto de una acción intencionada y por tanto reflexionada
según su pensamiento racional y abstracto. Indudablemente, dicho salto
evolutivo del sistema nervioso central demandó la mayor estructuración y
complejidad conocida de la materia.
El ser humano tiene la realidad
cognoscible como su medio de existencia consciente y ésta no está tan solo
llena de objetos que lo pueden alimentar, cobijar o cazar, que es la realidad
significativa para un animal. La realidad que él conoce es la sensible y, por
lo tanto, pertenece a la realidad material del universo. Él es capaz de
generar estructuras psíquicas, que son representaciones de objetos de esta
realidad, en forma de percepciones e imágenes a partir de la materialidad
biológica y electro-química del sistema nervioso central y de las sensaciones
que proveen los sentidos de percepción. De las sensaciones como unidades
discretas él genera percepciones en una escala superior; de las percepciones
como unidades discretas él genera imágenes en una escala aún superior. Pero a
diferencia de todo animal su más evolucionado cerebro tiene capacidades
cognoscitivas distintivas. Para ello se ayuda del sistema del lenguaje que
emplea primariamente para comunicarse simbólicamente con otros seres humanos y
también para acumular información y desarrollar aprendizaje y cultura.
Primero el cerebro del ser humano tiene la
capacidad para estructurar relaciones lógicas del modo si A es B y todo B es C,
entonces A es C. Ciertamente, la tecnología cibernética ha conseguido la
estructuración lógica-matemática de manera artificial a velocidades
extraordinariamente superiores y sin error alguno. En segundo término, el ser
humano tiene capacidad de pensamiento abstracto, pudiendo a partir de imágenes como unidades discretas
estructurar en su mente en una escala superior todo un mundo conceptual o ideas
que buscan representar el mundo real que experimenta y comprender el
significado de las cosas y de sí mismo, incluso más allá de cualquier
condicionamiento cultural. La tecnología de la inteligencia artificial aún no
incursiona en este ámbito. En esta escala el ser humano estructura las
relaciones ontológicas, que son relaciones de ideas de cosas por lo que tienen
en común, y en una escala superior él puede estructurar hasta relaciones
metafísicas, que son relaciones de ideas de ideas verdaderas por lo que tienen
en común. En tercer lugar él también puede comprender las relaciones causales
naturales cuando las ontologiza, es decir, cuando relaciona relaciones
naturales de causa-efecto en ideas universales y advierte una ley natural.
En la escala de la conciencia de sí la
felicidad y la tristeza son la estructuración fundamental afectiva y proviene
de la dicotomía placer/dolor propio de la escala más primitiva de la conciencia
de lo otro. De este sentimiento derivan secundariamente, en la misma escala,
una serie de estados de ánimo de gran complejidad. Consideremos los siguientes
entre otros muchos: amor/odio, confianza/angustia, valentía/cobardía, esperanza/desesperanza,
optimismo/pesimismo, perdón/venganza, desprendimiento/codicia,
euforia/pesadumbre, arrojo/temeridad, amistad/rencor, sonrisa/congoja. También
la conciencia de sí estructura reacciones mixtas de sentimientos de una escala
de complejidad mayor: arrogancia, melancolía, desazón, amargura, admiración,
arrepentimiento, vergüenza. Por último se producen actitudes de comportamiento
con fuertes elementos sentimentales, como el orgullo, la soberbia, la envidia,
la avaricia, la codicia y tantas más. Estas actitudes pueden ser dominadas por
un sujeto con un propósito transcendente.
La vida es energía que se consume en
el esfuerzo para sobrevivir y reproducirse; la vida humana es energía que se
consume además tras un propósito trascendente (tránsito en el mismo
nivel), incluso transcendente (tránsito
a otro nivel), que su razón ha estructurado como posibilidad o proyecto,
incluso como necesidad. Los sentimientos producen la motivación afectiva para
actuar. En la escala de la conciencia de sí la acción humana no es únicamente
una reacción autónoma que surge instintivamente ante algún estímulo. A
diferencia de la acción instintiva, la acción humana es intencional y
responsable. Es el modo cómo nuestra intencionalidad interactúa en nuestro
universo material de causalidades. La forma de
pensamiento racional (o lógica) y abstracta (o conceptual) faculta al ser
humano para deliberar antes de actuar. La efectividad humana se caracteriza
porque primeramente es volitiva, es decir, tal como un animal, el ser humano
desea y quiere objetos que pueden satisfacer sus necesidades. Pero su acción no
se ejecuta inmediatamente. Para determinar el cuso de acción él auto-determina
racionalmente sus opciones o alternativas mediante la deliberación. A través de
la reflexión esta actividad intelectual le permite tener conciencia de sí
mismo como sujeto de la acción, sabiendo en consecuencia que ésta puede no sólo
afectar tanto a un objeto como a sí mismo, sino que también saber el modo que
su acción puede afectar al objeto y a sí mismo. Antes de actuar, el ser humano razona,
delibera, pondera, planifica, cavila, reflexiona e imagina como proyecto de
futuro en términos de una determinación de las múltiples posibilidades. No sólo
puede imaginar el curso de la acción, él puede tener además una concepción
abstracta del “deber ser” y puede prever hasta qué punto el efecto de su acción
será compatible con dicha concepción. Es mucho más que una respuesta a los
simples anhelos de supervivencia y reproducción, pues se desenvuelve dentro de
un contexto moral subjetivo y también cultural social. La deliberación se
enmarca en el conflicto de intereses que se suscita entre las demandas de sus
instintos de supervivencia y reproducción (el angelito malo del dicho popular)
y lo que entiende de las necesidades del prójimo referente a lo bueno y lo
justo (el angelito bueno).
En síntesis, la acción humana es
intencional porque la persona se sabe sujeto de una acción a la cual ha dado un
propósito que ha deliberado; la intención tiene un propósito razonado que por
su propia voluntad la persona puede alcanzar. Por lo tanto, de todos los demás
seres del universo únicamente el ser humano es capaz de liberarse del
condicionamiento natural, determinista, afectivo y hasta ritual cuando ejecuta
una acción intencional. Por persona, podemos entender una unidad ontológica
única e irrepetible; una identidad que actúa, no instintiva, sino libremente;
una substancia que razona, delibera, intenciona y es responsable; un organismo
biológico transcendente; un sujeto de conocimiento abstracto, sentimientos y causalidad
autónoma; una criatura capaz de relacionarse íntimamente con Dios. En el
universo todo cambia y nada permanece; sólo es eterno nuestro espíritu que
forjamos mediante nuestras acciones intencionales. Sólo el amor, la justicia y
la verdad confieren el temple al espíritu para llegar a ser dignos de Dios. El
bien y el mal no son sustantivos, sino adjetivos. Dependen de cada persona cómo
les afecte. La acción intencional puede tener buenos o malos efectos,
independientemente de sólo la intención. Pero la intención conlleva siempre un
valor moral.
Lo que caracteriza la acción
intencional es la libertad. Ésta es la capacidad personal para la
autodeterminación. Ella no se refiere a una emancipación de condicionamientos
materiales, morales, intelectuales o espirituales, tampoco la define solo la
posibilidad de elección, según exige el libre mercado, potestad que tienen
también los animales. La libertad es acción en las tres instancias de la
conciencia. En lo intelectual la libertad se ejerce para buscar la verdad,
superar la ignorancia y, sobre todo, los prejuicios y obtener, no tanto
información y conocimiento, sino sabiduría. En lo afectivo la libertad se
ejerce para ser feliz al superar el miedo, la angustia y el sufrimiento. En el
plano de la efectividad, que es propiamente el de la acción intencional, la
libertad se ejerce desde la perspectiva moral, no tanto para buscar el bien y
evitar el mal, que no son fuerzas o estados objetivos, sino para superar el
odio y conseguir amar. La libertad demanda responsabilidad y puede por tanto
ser enjuiciada. La acción intencional tiene tres momentos para ser enjuiciada:
antes de la acción puede ser
enjuiciada por la norma moral, que es
transcendente y merece el juicio de la propia conciencia; la ejecución de la acción puede ser enjuiciada
por la norma jurídica, suponiendo la existencia de una intención; por último, el efecto social-cultural de
la acción
puede ser enjuiciada por la norma
ética de la sociedad. La satisfacción exclusiva del instinto de supervivencia
puede acarrear la perdición de una persona en su proyecto transcendente. La
libertad es fundamental en la relación personal con Dios en este mundo. Dios es
omnisciente y sabe de antemano la intencionalidad de cada persona, pero la
persona misma es libre y responsable por sus acciones, por lo que no puede
haber predestinación, sino campo para ejercer la libertad. El accionar de la
libertad que permite la conciencia de sí conduce al desarrollo de la conciencia
profunda, que es el máximo estado en la existencia humana en su etapa corporal
o terrenal, siendo entonces la libertad una bisagra entre ambos tipos de
conciencia.
La recién mencionada conciencia profunda,
que también podemos identificarla con lo que se entiende por lo espiritual,
está en una escala de conciencia aún mayor. En esta escala se puede advertir
que el espíritu se mueve en un ámbito que transciende el instinto de
supervivencia, pues intuye que la muerte no acaba con su existencia, solo acaba
con su cuerpo. Cuando el ser humano reflexiona sobre el por qué de sí mismo,
llegando a la convicción de su propia y radical singularidad, su
multifuncionalidad psíquica es unificada por y en su conciencia, o yo mismo,
pero no de modo mecánico, sino transcendente y moral. La transcendencia es el
paso desde las energías cuantificada y condensada, propias de la materia y que
se estructuran a sí mismas, hasta la energía desmaterializada o psíquica que la
persona estructura por sí misma. La material psiquis de un sujeto humano
transforma la energía cuantificada-condensada en energía psíquica (sin recurrir
a la supuesta glándula pineal cartesiana) por mera reflexión en esta escala y
la contiene. Para admitir lo anterior, se debe aceptar que la energía es
naturalmente anterior y mayor que la materia, que la energía posee distintos
modos de existir y estar contenida (primigenia, cuantificada, condensada,
potencial, cinética, psíquica), que la energía psíquica es irreversible y no
retorna a un modo anterior, que es independiente del tiempo y el espacio, que
no tiene efecto directo sobre la materia. Primero, estos elementos de
energía cuantificada-condensada se estructuran naturalmente en las neuronas
asociativas y de memoria de un sujeto vía los propios mecanismos
electro-químicos del cerebro. Segundo, dicho paso, no es tan solo un proceso o
un mecanismo, sino también es, en el mismo acto, un cuño que impone la
intención en la conciencia. Tercero, el cuño produce una réplica o reflejo
desmaterializado de una “unidad” de energía, sin otros efectos materiales.
Cuarto, la réplica es sumada a la mismidad del sujeto o de la conciencia
profunda del sujeto y es contenida allí. Si el individuo se estructura a partir
de partes materiales que anteriormente pertenecieron a otros individuos y
pertenecerán en el futuro a nuevos individuos, la persona se estructura a
partir de “unidades” de energía que son reflejadas, replicadas, duplicadas o
psicologizadas, que son las instancias propias de la conciencia ̶ las ideas, los sentimientos y las acciones
intencionales ̶ que él estructura o
construye en el curso de su vida y que permanecerán en lo sucesivo estructuradas
en su mismidad mientras exista, es decir, transcendiendo su muerte biológica
hasta llegar a la eternidad.
Si la conciencia de sí puede llegar a
advertir que el yo es único y que su existencia transcurre en una realidad
objetiva que su intelecto la representa como verdadera, la conciencia profunda
transciende esta materialidad y viene a ser la estructuración de la energía
psíquica como producto del intencionar, forjando indeleblemente en sí mismo la
actividad cerebral de un modo desmaterializado. Estos contenidos se reflejan en
la conciencia profunda como contenidos de solo energía psíquica, sin base
neuronal, y, por tanto, inviolables a la muerte. Como ejemplo de la
espiritualidad de la conciencia profunda y las tres instancias de nuestra
relación con la realidad, su conocimiento se basa en la verdad, la realidad, la
apertura, la comprensión, la coherencia, la consistencia; su afectividad siente
coraje, humildad, fortaleza, valentía, resistencia, alegría, templanza,
sencillez, felicidad y su efectividad genera voluntad, libertad, generosidad,
entrega, acogida, abnegación, solidaridad, amor.
Reiterando, el punto de partida de
este tránsito a lo inmaterial es la acción intencional, que depende de la razón
y los sentimientos, que se identifica con el ejercicio de la libertad y con la
autodeterminación, que se relaciona al otro a través del amor o el odio, en
fin, que caracteriza al ser humano y lo diferencia radicalmente de los
animales. La conciencia profunda reconoce (subjetivamente) que la realidad
(objetiva), no es solo material, sino que también es transcendente, y la puede
conocer con otros “ojos” que ven la experiencia sensible, los cuales podrían
abrirse completamente solo tras la muerte fisiológica. El alma no preexiste en
un mundo de las Ideas, al estilo de Platón, para unirse al cuerpo en el momento
de la concepción, sino que se forja en el curso de la vida intencional. El
temple lo proporciona cada persona. Esta metempsicosis transforma lo inmanente
de la cambiante materia en lo transcendente de la energía inmaterial, psíquica.
La estructuración de una mismidad singular como reflejo de la actividad
psíquica de su particular deliberación es el máximo logro de la evolución que,
a partir de materia y energía cuántica-condensada, produce energía psíquica
estructurada. La acción intencional de donación y entrega es recíproca en el
sentido de que mientras se da, se amerita al mismo tiempo la salvación
celestial del alma, siendo que las principales virtudes humanas se referencian
al prójimo: la justicia, que es dar al otro lo que le corresponde, y el amor,
que es dar al otro lo que necesita.
Frente a la pregunta, “¿por qué Dios
permite el sufrimiento y la muerte?, la respuesta impide acusarlo de
injusticia. En el devenir de un ser humano la
etapa de su existencia que comienza en su misma concepción y termina en
la muerte es una etapa biológica, en la que él sufre necesariamente placer y
dolor. En cambio, la existencia humana se desarrolla en distintas etapas de
conciencia hasta conducir a la misma eternidad, como la metamorfosis que
culmina en una bella mariposa. Una de estas etapas, la de la conciencia de sí,
el dolor, que es parte del mecanismo instintivo de supervivencia, se transforma
en sufrimiento; nuestra cultura tiene una distorsión al suponer que el
propósito de la vida biológica es, por el contrario, la felicidad, en
circunstancias de que el verdadero designio de la vida humana es prepararnos
moral e intelectualmente para responder libremente a la invitación de Dios a
integrar su Reino, donde la felicidad será plena. La realización personal tiene
por destino, no esta vida como supuso el psicoanalista Alfred Adler, quien
propició la autorrealización aquí y ahora, sino la existencia después de la
muerte. Así, el ser humano puede definirse, más que como animal racional, según
creyó Aristóteles, como un ‘animal transcendente’ que transita de lo animal a
lo humano y a la energía personal del espíritu, de lo inmanente a lo
transcendente. Desde esta perspectiva el sentido de la vida es doble: vivir
plena y conscientemente la vida, estando consciente de la vida eterna y sus demandas,
y en que debe predominar la conciencia profunda sobre las otras escalas de
conciencia. Naturalmente, todas las anteriores explicaciones son especulativas
y no se asientan ciertamente en conocimiento científico o empírico alguno, pues
están fuera del ámbito de lo material, dentro del cual solo conocemos lo
sensible, pero está en sintonía con los sucesos místico y parapsicológico
reconocidos y surge de superar el dualismo del ser metafísico por la energía,
que incluye tanto lo material como lo inmaterial.
Cuando la muerte, propia de todo
organismo biológico, desintegra la estructura material del individuo humano,
subsiste la persona, que es propiamente la estructura del yo mismo, puramente
de energías psíquicas, múltiples y diferenciadas que se han unificado por la
conciencia profunda durante su vida. La muerte supone la destrucción
irreversible del vínculo de la energía estructurada del yo mismo, inmortal, con
su cuerpo de materia estructurada que la contenía, manifiestamente incapaz
ahora de vivir. Se produce la separación del cuerpo, que se pudre y la
comunidad debe desecharlo, no de un alma amorfa, sino de un espíritu que es una
persona que tiene una historia única e irrepetible, con un origen en la
concepción en el útero materno. El espíritu no muere, el cuerpo no resucita,
pero la persona sufre una transformación total, una metamorfosis completa. Definitivamente,
la persona se independiza del consumo de energía de un medio material y, por
tanto, de la entropía; su acción ya no puede tener efectos sobre la materia,
pues ya no existe un medio de tiempo y espacio ni tampoco un medio material exigidos
por una relación causal; ya no resulta necesario satisfacer los instintos
biológicos de supervivencia y reproducción; tampoco estar sujeto a ningún otro
instinto; de hecho, concluye aquello que más caracteriza al ser humano en su
vida terrena, que es la acción intencional; se desvanece asimismo la necesidad
de la libertad personal para actuar intencionalmente; quedan irreversiblemente
obsoletos sus atesorados y arduamente obtenidos conocimientos y experiencias,
como la química y el andar en bicicleta; se acaba su forma de pensamiento
racional y abstracto y de memoria basados en su mente; termina su pensamiento
lineal e irregular que depende de la funcionalidad neuronal de su cerebro;
finaliza su percepción de la realidad a través de sus sentidos; concluye su
conocimiento particular, confuso y prejuiciado de la realidad; cesa su
limitación de conocer solo y parcialmente el universo material; desaparece el
dolor que transmite su sistema nervioso (el ardiente infierno de la imaginería
religiosa es una fantasía); asimismo, se esfuma sus inútiles y estúpidos
sufrimientos mentales, como la angustia, el rencor y el miedo.
Es imposible saber cuál será el modo
de existencia de una persona separada de su cuerpo, ya que obviamente no hay
pruebas experimentales, pero podemos no obstante dar crédito a los testimonios
de fenómenos paranormales recurrentes y registrados de numerosas personas.
Centenares de “experiencias cercanas a la muerte” (curiosamente, en una ocasión
me llegaron electrónicamente una colección de testimonios de todo el mundo
relativa a un encuentro entre científicos y parapsicólogos propiciado por la
revista Scientific American)
aseveraron unánimemente haber sentido, cuando estuvieron clínicamente muertos,
el amor más absolutamente intenso, puro, verdadero, profundo e incondicional de
Dios como jamás imaginado. Dios era percibido por el alma como una intensa y
hermosa luz blanca. Otros sentimientos que acompañaron estas experiencias en la
eternidad fueron la paz, la tranquilidad, la serenidad, el calor, el cariño, el
ser aceptado, la comodidad, la seguridad, la atemporalidad, el entendimiento,
junto con un sentido de verdad, permanencia, armonía, serenidad, bondad,
empatía, compasión, confianza, gratitud, felicidad, belleza, perfección.
También hay numerosos testimonios que indicaron verse rodeados de amorosos
seres espirituales. La persona, ahora reducida a lo esencial de su ser,
necesitaría un contenedor para su propia y estructurada energía psíquica para
poder manifestarse y expresarse; Dios es este real contenedor. Algunos expresaron que ella se siente “ser
parte de Dios, existir en diversas dimensiones y poseer todo el conocimiento”.
Para alternar con la realidad la conciencia, liberada de sus medios materiales,
es decir, su cerebro y la mente que genera, se abre a la verdad y al
conocimiento, a la felicidad y a la bondad. La persona adquiere “la capacidad
de sentir amor y saberse que es objeto de amor, de crear visiones, de saber que
somos parte de todo, de estar vigilante, de comprenderlo todo”. Surgiría una
forma nueva, inmaterial, transcendente, de pura energía psíquica, pero
implícita en la conciencia profunda, incomparablemente más maravillosa para entender,
conocer y relacionarnos correspondientemente con esa insondable y misteriosa
realidad que se nos presentaría en “la otra dimensión”, en forma plena, todavía
imposible de conocer en nuestra vida terrena.
La esperanza es que quien en su vida
ha reconocido de alguna manera a Dios, ha buscado la verdad y ha sido justo y
bondadoso según, por ejemplo, la enseñanza evangélica, cuando muere estará en mejores
circunstancias de acceder al Reino de amor, misericordia y bondad y con una existencia colmada de entendimiento
y felicidad, que Jesús conoció probablemente a través del fenómeno
paranormal de la “experiencia fuera del cuerpo” y enseñó en su Evangelio. Según
los mencionados testimonios una persona al morir repasa toda su vida, como una
película, particularmente en relación al prójimo, a quien se debe en cualquier
circunstancia, y ella se erige en su propio juez. Verá en un instante su
egoísmo y su crueldad, como también sus buenas acciones. Si no ha conseguido
una reconciliación consigo misma, su propio juicio determina la intensidad de
su relación con Dios. Dios no es el juez, sino lo es la persona misma cuya
conciencia retiene su conducta moral mientras actuó intencionalmente durante su
vida terrena. A pesar de que Dios todo acepta y comprende, algunos no se
perdonan a sí mismos, se sienten indignos y prefieren estar en la lejanía de su
“infierno”. Para referirse a la particular intensidad de la persona en esta
relación, en la que ya no se interpone el tiempo ni el espacio que la mantenía separada
de Dios, Jesús decía, “en la casa de mi Padre hay muchas moradas” (Jn.
14:2).
Así, la energía liberada originalmente
en el Big Bang por Dios retorna a Él estructurada en el amor.